melicidade

9.5.06

Un homenaje a lo in-homenajeable

"Homenaje al Soldado Chileno" en letras negras decía la placa, que era como de mármol blanco, cuadrada y adornada por cuatro asas color plateado -no me extrañaría que de verdad fueran de plata- que hacían parecer una loza de aquellas que cubren las tumbas en los cementerios (¿o sí era una loza, no un remedo?). A su lado el monumento en cuestión, en metal oscuro un niño soldado, unos catorce años, semi sentado -una rodilla en el suelo- sobre un tambor de esos de banda de guerra (una caja), una baqueta en su mano derecha y otra en el terciado. La mano izquierda sosteniendo un fusil, y un clarín o diana en la espalda. Habían más detalles, pero no sé bien cómo explicarlos porque lo que más me caló fue la cara del niño. De niño, ese es el punto.

Homenaje al soldado, homenajeando las guerras. Al soldado chileno, homenajeando las guerras chilenas, que a excepción de las luchas contra España han sido contra nuestros pares, vecinos, hermanos, latinoamericanos, indios igual que nosotros, sobre todo igual que nosotros. Al soldado niño, como si fuera un orgullo vivir una guerra a los quince años, un ejemplo a seguir. Homenaje posicionado horrorosamente en la entrada de un centro cultural, iniciando un centro cívico, como si no hubiera una mejor contradicción para ilustrar.

Hoy caminé un pedazo del centro de Santiago descubriendo y compartiendo muchas cosas de la mano de un experto en el tema, pero nos quedamos pegados en esa interrupción de la evolución nacional porque en realidad fue chocante. A veces, caminando hacia un sitio determinado y sin pensar en lo que ocurre en el por mientras, pasamos al lado de carteles, rayados, estatuas, personas, sin pensar en qué son, qué quieren decir, qué significan, por qué están ahí. Y se pueden descubrir cosas tan lindas como una estatua al señor fundador de la Asociación de Artesanos de Chile, y otras tan tristes como el niño soldado. Al menos sirven para despertar, para pensar un poco más en la ciudad y la historia que nos envuelve, y sobretodo para recargar las ganas de hacer las cosas mejores, de tener un mejor país.

Lugar a visitar-pensar: Paseo Cívico, a metros de donde antes estaba la (aún más) horrorosa llamita de la libertad (ja!).

7.5.06

Días nublados

Un escrito desde hace un tiempo, de un día lindo en que me sentí conectada/amiga con la ciudad, y con varios edificios/símbolos que me transformaron, que creo que lo seguirán haciendo, porque ya están en mí. De paso, juro solemnemente NUNCA vivir en un edificio hecho por Paz Froimovich. Ojalá lleguen luego más días nublados...

12 de abril de 2006

Yo podría vivir en una ciudad nublada, todos mis días. Camino por Diagonal Paraguay como si fuera una ironía, como hace dieciocho años, sintiendo que casi no ha pasado el tiempo. Me asomo a la tienda de peces, mirando desde la calle porque no me atrevo a entrar. Me doy cuenta de su pequeñez, de su humildad, de los afiches vulgares de tiburones y colores exagerados, de las baldosas manchadas del piso, y de que hay muchos menos acuarios. Cuando uno es niña, todo se ve más alto (y hubiera jurado que, adentro, las paredes eran azules). La memoria distorsiona tantas cosas, y es tan lógico que el lugar no siga igual, si han pasado casi dos décadas.

Chaleco y bufanda, feliz de sentir el viento que se levanta, y crece por las micros que pasan al lado mío. Pasa cerca un niño con pura polera, y un sentimiento de oveja chilota me envuelve. “Cada uno en su temperatura” pienso; lo cierto es que me gusta vivir abrigada, tener el cuello envuelto en lana, y caminar tranquila y sola. Paso por Economía y “qué horrendo lugar, economía” pienso cuando me acerco a la entrada de esa facultad. Ya estoy en mi sitio y sé que me voy a sentir tentada a caminar hasta el parque forestal, a recoger castañas, a pensar. Es lo más cerca que me siento de mi infancia, haciendo casualmente un trámite de adulto.

Los números avanzan.

Podría vivir para siempre un día nublado, y caminar mirando el piso, sintiendo amor por la ciudad, ahora que el verano por fin la deja descansar. Se vuelve más amable, aunque no mía, me acepta en ella, me gusta su pavimento.

No aceptan tarjeta, sólo efectivo. Tengo que salir a economía a buscar un cajero redbanc (que mejor lugar para ello). Hago el giro, vuelvo, pago. Mi vuelto son dos monedas de cien pesos. Me siento desamparada por un momento, pero con la sensación de asegurar un año más de mi vida. Al menos el día sigue nublado, y caminar a esperar la micro de vuelta será igual de mágico, más aún sabiendo que sin dinero debe caminarse más. Tranquila, a pesar de todo, pienso “a ponerle ganas” cuando están ellos acá y todo se interrumpe. Abro mi boca para saludar, conversar, comentar y siento que pierdo cosas que tenía adentro. Caminar a comprar un helado (he retrocedido a los doce años), luego a Alameda, al metro, uno menos, y a San Antonio, sola de nuevo.

Sigo hasta el paradero que me corresponde, a esperar la magia de vuelta. Paso por mi librería favorita, pero no entro, mejor no entusiasmarse sin dinero. Me gusta ser una persona más en la Alameda, mirar-esperar mi micro sin apuros, la bufanda más suelta, y la Universidad cuidándome la espalda. Adoro subir a la micro y volver a mirar la casona amarilla, se ve más hermosa desde arriba, cuando me alejo, mas me alejo sólo en territorio. Nublado, qué hermoso.